En el año 1973 se cumplían 200 años de la supresión de los jesuitas en todo el mundo. Con ocasión de esta fecha el jesuita Karl Rhaner s.j. escribió lo siguiente, que hoy en el aniversario de los jesuitas asesinados en El Salvador, y recordando a tantos otros martirizados y entregados generosamente al Señor, copio aquí debajo:
No porque la Compañía tiene todavía hoy en la Iglesia un influjo nada despreciable; ni porque dirige muchas universidades, forma eruditos en todas las ciencias, suena en los medios de comunicación de masas, etc, etc. Ni siquiera porque la Compañía en muchos países se ha puesto más claramente que antes de parte de los pobres y los oprimidos; sino porque, por encima de todo trabajo pastoral, eclesial y de política eclesiástica, con éxito o sin él, según mi experiencia, en muchos de sus miembros está viva aún una voluntad de servicio sin jornal y en silencio; una voluntad de oración, de entrega a la incomprensibilidad de Dios, de serena aceptación de la muerte en cualquier forma que venga, una voluntad de seguimiento sin condiciones a Jesús Crucificado.
Por eso, a fin de cuentas, nada importa qué “significación” tiene en la historia de la cultura y de la Iglesia una Orden de ese espíritu o si ese espíritu se encuentra exactamente igual en otros grupos, expreso o tácito.
Ese espíritu existe. Pienso en hermanos que yo mismo he conocido. En mi amigo Alfrek Delp, que con manos encadenadas firmó su pertenencia definitiva a la Compañía; pienso en el que en una aldea india, ignorada por cualquiera de los intelectuales indios, ayuda a la pobre gente a cavar un pozo; en el que durante horas enteras escucha en el confesionario penas y sufrimientos de gente sin importancia, inocente sólo en la apariencia; pienso en el que se deja golpear por la policía en Barcelona con sus estudiantes sin la satisfacción de ser un glorioso revolucionario; pienso en el que cada día en el hospital está junto al lecho de los moribundos y para quien la muerte, se ha convertido en rutina de cada día; en el que en las cárceles debe brindar una y otra vez el anuncio del Evangelio, sin apenas correspondencia, más estimado por los cigarrillos que por las palabras del Evangelio; pienso en el que, con mucho trabajo y sin éxitos “estadísticos”, trata de suscitar en un par de hombres una chispa de fe, de esperanza y de caridad.
Estos y otros muchos gestos y realidades de entrega propia a lo íntimo del secreto de Dios, son también hoy en la Compañía lo decisivo y lo reconocido como decisivo.
Querer otear aquí una ideología que se consuela de la insignificancia histórica actual de la Compañía frente al pasado es falso. También en el pasado glorioso de la Orden el morir en las chozas de bambú de Tonking o el consumirse en la bendita pobreza de las Reducciones del Paraguay (cuyo significado político-social les traía sin cuidado a los que allí trabajaban entonces) era una vida más deseable que aquella en la que se hacía grande la gloria de la Compañía.
Si se puede vivir en la Compañía el espíritu vivo de Jesús Crucificado y esto prima sobre todo lo social y hasta todo lo eclesial (y es, a mi juicio, la realidad hoy), para lo que viven ese espíritu, el porvenir de la Orden es el último término una realidad secundaria y por eso mismo puede ser vivida con optimismo.
En tiempo de la supresión de la Compañía, en 1773, un jesuita escribió estos versos: “venga de una vez la muerte sobre mí; y yo seré por siempre tu compañero, Jesús, y esto ni el Papa ni Satanás me lo podrán quitar”.
Bajo mucha ceniza, todavía hoy arde en la Compañía el amor a la incomprensibilidad de Jesús y a su destino. Por eso la Compañía sirve a la Iglesia y puede ser muy crítica frente a ella y frente a sí misma, experimentar una historia muy previsible, y salir al encuentro de la vida, del éxito y el fracaso, del prestigio y el olvido, e incluso de su misma muerte (si así hubiera de suceder), consolada con la participación en el destino de Aquel cuyo nombre lleva, ciertamente con un poco de inmodestia, pero también con impresionante esperanza.
Karl Rahner s.j.